Sinopsis
‘Tokyo Vice’ está inspirada libremente en el relato de no ficción del periodista estadounidense Jake Adelstein sobre el ritmo de la Policía Metropolitana de Tokio. Filmado en localizaciones de la ciudad japonesa, este drama criminal captura el descenso de Adelstein (Ansel Elgort) a los bajos fondos cubiertos de neón de la ciudad a finales de los 90, donde nada ni nadie es realmente lo que parece.
Crítica de Tokyo Vice
Este viernes, HBO Max estrena otra propuesta de nivel que nos introduce en las entrañas de la Tokio de finales de los 90, cuando Japón empezaba a dejar atrás la famosa década perdida. Creada por J.T. Rogers (Oslo) y cuyo primer episodio dirige con maestría el mítico Michael Mann (Blackhat: Amenaza en la red), esta es una serie que tarda en arrancar y en mostrar sus cartas, sobre todo porque, durante los primeros dos episodios, se centra tanto en su protagonista que la mayoría de los personajes que se presuponen importantes se encuentran demasiado difuminados.
A partir de ahí, la ficción comienza a expandir poco a poco sus miras para diseccionar los siempre fascinantes bajos fondos de Tokio, en los que periodistas, policías y yakuzas viven sumidos en una tensa paz que podría volar por los aires con un solo paso en falso. Una inquietante tregua definida por la frase «No hay asesinatos en Japón», pues incluso la policía hacía la vista gorda si las muertes eran por negocios del crimen organizado.
Aunque la propuesta se inspire en hechos y memorias reales, la elección de su personaje principal no deja de resultar cuanto menos curiosa tras conocer su interesante premisa. Protagonizada por un irregular Ansel Elgort (West Side Story), quien parece protegido por Hollywood tras las recientes acusaciones de abusos sexuales, la serie al principio da terribles síntomas de ser una especie de ‘El último samurai’, en la que un hombre blanco llega a Japón, debe adaptarse y… bueno, arreglar el patio.
Y en esencia es un poco eso, con Jake siendo objeto de discriminación y miradas de asombro ante su avanzada integración -cosa que a él no le importa lo más mínimo- mientras intenta ganarse un nombre como periodista adentrándose en donde ningún compañero japonés parecía atreverse. Al fin y al cabo, ser el primer extranjero en toda la historia del periódico en llegar a redactor no puede ser casualidad, como tampoco lo es el hecho de que sea tan carismático dentro de la ficción que policías y yakuzas conectan con él casi a la primera. Es algo quizá demasiado surrealista y anticuado.
No obstante, si ya desde el principio Jake y su complejo de salvador blanco estadounidense pueden no ser motivos suficientes para decidir pasar las horas viendo esta serie, a medida que las tramas avanzan se convierte en un personaje cada vez menos interesante para el espectador, incluso antipático si lo comparamos con el resto.
Sin embargo, aparte de sus otras numerosas virtudes, la ficción nos ofrece razones de peso para quedarnos en las figuras del Hiroto de Ken Watanabe (Fukushima 50), un veterano detective que decide ayudar a Jake; la Samantha de Rachel Keller (Legión), una misteriosa anfitriona que aspira a tener su propio negocio en otra sociedad machista más; y el Sato de Shô Kasamatsu (The Naked Director), un yakuza novatillo y llenos de capas que cuenta con muchas frustraciones y otras tantas cosas que demostrar. Cuando estos otros personajes principales dominan la pantalla, la propuesta logra alcanzar su mejor nivel y nos muestra el Japón que interesa, dando frustrantes pasos atrás cada vez que vuelve a centrarse exclusivamente en su protagonista.
Por ello, si hacemos la vista gorda ante todo lo que tiene que ver con su protagonista, nos encontraremos de lleno con lo mejor que ‘Tokyo Vice’ nos puede ofrecer. De esta forma, como si por sí misma fuese una periodista de las buenas, la serie nos acerca a Tokio casa por casa, callejón por callejón, personalidad por personalidad, metiendo las narices en cada rincón y desentrañando la verdad con parsimonia, analizando el entorno, comunicándose con todos los bandos y dando pasos lentos, pero firmes y seguros.
Un retrato de ese Japón que no se le enseña a los turistas y que incluso muchos japoneses prefieren ignorar, donde las hermosas y férreas tradiciones se entremezclan de manera chocante con su tan elegante como brutal crimen organizado. En especial, resulta fascinante adentrarnos en su noche, con sus luces de neón y sus reveladores pubs de anfitrionas, así como en la propia Yakuza, en la que impacta cómo se cuidan cual gran familia mientras se destruyen entre sí como si ellos mismos fuesen sus peores enemigos.
Es una pena que, en el grueso de su narrativa, la serie opte por derroteros más convencionales en los que a veces quiere profundizar demasiado en sus tramas menos interesantes. ¿Podría ser más japonesa? Por supuesto, pero se adhiere tanto al protagonista de su ‘historia real’ que incluso se permite utilizar algún que otro recurso narrativo cuestionable, como puede ser el caso de su desesperado gancho inicial o ese innecesario halo de misterio que crea alrededor de las razones de Jake para mantenerse alejado de su familia y hacer lo que hace.
No obstante, la ficción brilla con luz propia en su cuidadísimo apartado visual y sus interpretaciones, así como cuando reflexiona sobre el choque cultural y las dificultades para adaptarse a un entorno ajeno o impuesto, ya sea a través de los personajes de Samantha o el propio Shô. Es ahí, en los dos últimos de los cinco episodios enviados a la prensa, donde la producción se sacude todas sus dudas iniciales para ofrecernos una propuesta intrigante y poderosa que nos encierra entre las callejuelas de Tokio para no dejarnos salir. O por lo menos no conservando todos los dedos.
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